viernes, 30 de abril de 2010

Sin control natal


Cuando me embaracé a destiempo mi madre me gritó:
¡Pareces como las indias! ¡No se puede ir por la vida echando hijos sin saber su futuro! Pero se me hizo afición y voy por ahí, sin respeto alguno, pariendo palabras como mujer humilde pero alegre. Las escupo a la vida con placer y con los pocos cuidados que me permite mi pobre sintaxis y mi mala ortografía, no lo sé y no pierdo el tiempo pensando en eso. Me instalo en el regocijo de sentirlas a sabiendas de que no les puedo proveer un buen futuro.
Como no soy de estrategias complejas ni de grandes recursos, las forjo así por las banquetas o se me escurren por las esquinas como a esas gatas promiscuas que abandonan a sus críos para parrandear de nuevo saltando de techo en techo.
Lo cierto es que cuando las tengo en los brazos por vez primera las estrujo con alegría y omnipotencia, como la chica cándida que descubre a su vástago aferrado al pezón bebiendo con avidez. Cuando creo que están listas (aunque siempre me quedo con la zozobra de pensar que nunca lo estarán del todo) las dejo libres para que corran por las calles como mocosos sin rumbo.
Ellas sabrán perdonar la inconsciencia y egoísmo de su madre, ese hedonismo vano que me hace engendrarlas para mi regocijo y a pesar de lo incierto de su porvenir.
No creo en el control natal. Pensarlas es ya un orgasmo, parirlas un éxtasis profundo.
Luego, claro, viene la depresión post parto y miro a mis palabras escuálidas pero prometo que las querré de todos modos. A veces, debo confesar avergonzada, las refundo en un cajón para no verlas y lloro a escondidas porque no supe criarlas mejor.
Sueño, a pesar de todo, que unas romperán malos presagios y crecerán sanas. Seguro me olvidarán, tendrán larga vida y no reconocerán más padres que los labios húmedos que las pronuncien.

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