martes, 20 de octubre de 2009

Amnesia momentánea


0. Amnesia momentánea
Sufrí de una terrible amnesia electrónica, nunca pensé que fuera tan doloroso, pero es obvio que en una época en la cual el tiempo y la memoria son lo más valioso que tenemos, mi pobre espíritu se arrastrara como alma en pena.
Ayer, como un lunes cualquiera, fui a dar clases y decidí hacerlo a cappela, es decir, sin la preciosa ayuda de mi computadora y de su gracioso hermano menor: el morenito disco extraíble que siempre nos asiste. No se mal interprete de esta situación una especie de esclavitud o incapacidad de mi parte para dar clase sin mis asistentes, digamos que trabajamos en equipo y, de vez en cuando, para recuperar mi independencia, decido mantenerlos en reposo al fondo de mi mochila. Ayer fue uno de esos días. Como buena madre espíe por la rendija del zipper a mis dos criaturas, pues aunque no procuraba molestarlos, me era imperioso constatar su presencia.
De noche y en casa, debía arroparlos para poder dormir tranquila. Cuál fue mi sorpresa al descubrir que me había quedado sin memoria, cientos y cientos de canciones que musicalizan mi soledad; horas y horas de trabajo; fotos que documentan mi historia gráfica; mis aficiónes, vicios y hasta perversiones… Todo había desaparecido. No dormí. Como película en flashback recapitulé mis pasos uno a uno hasta sentirme en el Infierno. Luego, procedí al pecado de la sospecha y recorrí los rostros de alumnos y compañeros de trabajo para integrar un expediente que, por supuesto, tiré a la papelera del subconsciente. Convertí este documento improcedente en una tabla de Excel, reprochándome en orden y con todo cálculo, el tamaño de mi culpa.
Arrastrando mis ojeras como fantasma que arrastra sus cadenas, llegué hoy a clases y escribí esto que ves, decidida a elaborar mi duelo y recuperar, por medios alternos, fragmentos de mi memoria perdida. Un maestro insolente ha confesado el secuestro de mi memoria (lo vi ahí solo y decidí llevármelo a casa, dijo cuando la secretaria llamó a su casa para indagar).

Llena de júbilo espero sentadita en una banca a que den las 3:30, hora en que el confeso llegará para entregarme a mi criatura. A momentos una ráfaga de ira se apodera de mí, me siento violada, imagino al susodicho espiando entre mis carpetas, haciendo copy paste a mis más íntimos secretos y no sé si cuando llegue me abalanzaré a sus brazos o le espetaré dos bofetadas.
1. El hombre que me devolvió la memoria.
Justo a las 3:30 lo vi aproximarse. Juro que lo creí poseedor de un resplandor sobrehumano. El maestro que amablemente recuperó mi disco duro extraíble, mi pequeño morenito memorioso, me miró a la distancia asustado, no tenía ni idea de quién era yo. Mucho menos imaginaba el pobre que lo acusé, la mañana entera, de ser un pervertido electrónico. Un voyerista de la palabra ajena. Lo creí capaz de manosear mis fotos, de revolcarse entre mis archivos, de profanar mis frases. Mi ira se había disipado y corrí a sus brazos, imaginé la música de Memories (perdón, no la imaginé, la tenía puesta en el Ipod). Lo abracé emocionada y el pobre hombre contuvo la respiración sintiendo mi acoso. Profesor --le dije entre lágrimas usted rescató mi memoria del olvido--¿Perdón? contestó él contrariado mientras se zafaba de mi abrazo.
Soy la maestra que da clases en el mismo salón que usted, ayer dejé olvidado mi disco duro y usted, amablemente, lo recogió. El hombre sacó de su portafolio el aditamento, me lo entregó con cautela pues no deseaba ser abordado con euforia, supongo. Le pedí su nombre y me presenté yo también, nos despedimos cordiales y me fui para mi casa a hundirme en mis recuerdos y beberme mis palabras añejas.
Al día siguiente desperté con la resaca ensimismada de quien pasó la tarde mirando una pantalla. La intención era clara: compraría al maestro una caja de chocolates para lavar mi culpa y evitar una demanda por acoso.
Estoy sentada de nuevo a las 3:30 con una caja de chocolates, esta vez sin impaciencia pero consternada pues olvide su nombre y no me acuerdo ni de su cara.